Entre el silencio de mi lap top y las historias dentro del
concierto de Nine Inch Nails que Carolina
me contaba iban apareciendo fans a mi
alrededor, adoradores del rock tecno industrial que proyectan en una misma voz
un sonido metálico como si golpearan con
sus cantos alguna piedra fortalecida en
el fondo de un rio y sus miradas todas sobre el escenario parecían emitir niebla.
Desde ese día no olvido los saltos y el baile expresivo de sus cuerpos
alrededor de la memoria de mi amiga, que se vistió de negro esa noche y se
reunió con su novio más tarde y juntos
asistieron al concierto de un grupo que apenas habían escuchado, que
ella no toleraba pero en esa fecha fue la excepción.
Las rutas de acceso al concierto son lentas y el número de
personas crece, los viejos conocidos se saludan felices y sin decirlo en su
charla plana, sin mucho sentido y entrecortada, como buenos admiradores sienten que pertenecen un grupo selecto que son parte de una historia.
Escribo la palabra “increíble” en la ventana de conversación
y voy por un cigarro rojo, veo la mesa y
ni uno de los libros, revistas y discos
de música que están ahí dicen algo referente al concierto, tomo el encendedor,
antes de encenderlo recuerdo los momentos oscuros y solitarios, buscando a mi
amiga entre los rostros perdidos y voces devastadas en diferentes
conciertos de rock.
Carolina me escribe que se quedó con su novio hasta el final
del concierto, abrazados, coreando esa canción sobre un dolor que se repite en
muy pocos fans de NIN, pero ella es feliz de haber vivido ese momento y
mientras las emociones se amontonan en
una charla innecesaria, le pregunto si recuerda cuando teníamos nuestra propia
banda y cantábamos nuestras canciones. Lo siguiente en aparecer es un rostro
amarillo y descontento. Se terminó el tiempo del cybercafé
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